miércoles, 22 de octubre de 2008

Las pequeñas muertes

El desayuno es un momento sublime, me dije, el café, el mate, el aroma de las tostadas... Es como una resurrección. Es la resurrección de las pequeñas muertes de cada día, de “mis pequeñas muertes”. Ese no estar de la noche; ese desaparecer y transformarse, sumergirse en los espejos desde adentro, tejer y destejer las telas del olvido y resucitar con el sol o con la lluvia, no importa, lo importante es resucitar cuando todos los hilos están guardados en su estuche. Esa es la pequeña muerte trascendente, las otras no interesan demasiado, o no permito que me interesen. Por eso, en esa hora de la resurrección luminosa de la mañana, pensé en esa historia. La historia del pescador que no era tal, del joven, del rayo y de la tormenta. Llegaba temprano a la costanera, el pescador claro, a la hora de resucitar el día. A esa hora en que la neblina todavía puede derrotar la claridad.
Caminaba un rato, buscando el lugar que en definitiva siempre era el mismo, el mar lo esperaba siempre, parecía que también él resucitaba al verlo llegar. El ritual era idéntico en cada amanecer, el mar lo esperaba y el pescador (que no era tal) esperaba la tormenta. Algunas veces la tormenta llegaba, pero no siempre a tiempo, se decía a sí mismo con pena, y recogía sus petates y se iba a morir su pequeña muerte cotidiana. Había un joven, el de esta historia, que pulía y repulía su tabla. Miraba las olas crecer y seguía puliendo. Salía a deslizar la vida sobre las crestas enojadas, justo a la hora en que el pescador se iba a morir. Y el rayo lo miraba desde arriba...
El muchacho se llamaba Javier. El pescador no sé. O tal vez no lo recuerdo. Murió tantas veces con su aparejo al lado de la cama. Cada noche un epitafio, escrito uno sobre otro sobre la puerta de su casa, hasta que el nombre se borró. A fuerza de escribirlo tanto, se borró. Javier nacía todos los días con la tarde a cuestas, junto a su tabla cada vez más brillante. Caminaba por la playa despacio, para darle tiempo al mar de crecer lo suficiente. Algunos días, o algunas veces que serían tardes, Javier miraba desde lejos al pescador.
Pero no importaba, el pescador no era él, el pescador ni siquiera era pescador porque nunca pescaba. Y él, Javier, era su tabla y las olas, y su pequeña muerte era de mañana.
No había tenido muchas muertes, pero tampoco había resucitado, quizás por estar demasiado tiempo encima de las olas. Y el rayo lo miraba atentamente desde arriba...
Una tarde de un día, la tormenta llegaba, se anunciaba, se presagiaba desde la misma explosión de la mañana y de un sol que no engañaba a nadie.
El pescador llegó temprano, como siempre, y olía la tormenta. Se dijo que ese día la tormenta estaría presente antes de su partida y entonces la vería. A la tarde de ese día, la tabla de Javier subía, subía y se despeñaba con violencia inusitada. El aire se tocaba con los dedos como un terciopelo gris, así tan espeso. La tabla brillaba como nunca, era tanta su luz que el pescador creyó que amanecía. Pensó que sin duda el tiempo se había equivocado y la mañana volvía desde la tarde. El pescador se acomodó mejor sobre sus codos y estos ubicaron el mejor lugar del murallón. Fijó su vista en las puntillas blancas y en la tabla que las recorría como una aguja en una mano gigante, bordando y desbordando para volver a empezar. Y se dijo: —este es el día de la tormenta— y no recogió sus petates, no se fue a morir su pequeña muerte, se quedó.
Y el rayo los miraba desde arriba…
Y él, el pescador que no pescaba se quedó inmóvil viendo llegar la tormenta. Javier vio al pescador y a su aparejo, y también la tabla brillante, y el rayo llegando, y se acordó del café, del mate y las tostadas y después silencio...
Y la noche llegó como si nada, a traernos las pequeñas muertes o las grandes.
Al día siguiente los grandes titulares de los diarios decían a gritos “un joven murió por un rayo en playas marplatenses”.
Del pescador no decían nada...