viernes, 9 de enero de 2009

El inglés


El día amaneció áspero, como esa piel suya curtida por los soles de quince años de trabajar el campo. Áspero —se dijo—, como la palma de sus manos que ya no distinguían el frío del calor. Áspero, a pesar del cielo brillante y sin nubes; el viento inclemente, la tierra reseca que se levantaba formando cortinas de polvo que cubrían todo con una pátina opaca y hacían que ese día fuera hostil. Su vida también era así, no había mucho para hacer cuando terminaba de encerrar los animales al atardecer. Cerraba la tranquera y caminaba despacio hasta la casa que ya estaba en penumbras. El patio de tierra estaba a esa hora poblado de los fantasmas que dibujaban las ramas de los eucaliptos que dejaban pasar la última claridad de un sol cansado y también polvoriento. Adentro era solo oscuridad, negra y áspera oscuridad. Miró su cara un largo rato en el trozo de espejo colgado de la pared. Se había poblado de pequeños surcos alrededor de los ojos azules. El pelo había sido rubio, ahora tenía dos o tres colores diferentes, tal vez el agua, el sol y el viento áspero. Siguió caminando por el corredor buscando el rincón donde solía dejar la ropa de trabajo y las botas de cuero, duras a fuerza de mojarse y secarse luego al sol. No sentía el frío, en realidad podía decir que lo disfrutaba, sin embargo, un repentino escalofrío lo recorrió haciéndolo temblar levemente. —Me estoy poniendo viejo— se dijo, y se dirigió al baño. Antes, buscó en el callado dormitorio una bombacha limpia, una camisa y un chaleco, y los puso en el banco al lado de la puerta. Prendió el viejo calefón y se entretuvo un largo rato bajo la ducha mientras pensaba que estaba adquiriendo manías de mujer. ¿Qué era eso de mirarse en el espejo buscando arrugas o fijándose en el color del pelo? Él nunca había tenido esas costumbres, más aún, las había despreciado por considerarlas femeninas, “cosas de mujeres”, como solían decir en rueda de paisanos.
Él era el inglés, en el pueblo lo llamaban “el inglés” por su pelo rubio y sus ojos azules como de mares remotos. No era inglés, ni tampoco italiano, ni alemán, en realidad no sabía lo que era. No tenía apellido, o, en todo caso, el apellido que tenía no era suyo, sino prestado por los dueños del campo que lo habían recogido cuando estaba hecho un ovillo, temblando de frío, muerto de hambre y sucio, a un costado de la ruta. Había andado así, rodando de pueblo en pueblo, de campo en campo desde que se acordaba y no se acordaba mucho. No le regalaron nada, lo que tenía se lo había ganado a fuerza de trabajar sin descanso, y, después de haberles sido fiel durante muchos años, los Recalde, que lo habían recogido y no tenían hijos ni familiares cercanos, y le habían dado su nombre, lo nombraron su heredero con la condición de que mantuviera el campo y la casa tal como estaban.
Vivía en soledad, en una soledad áspera y fría. Soledad de días cortos y noches largas con la compañía de un puñado de perros que daban vueltas a su alrededor cuando volvía de trabajar esperando la comida.
—Hoy es sábado— pensó, y como una rutina impuesta por la costumbre más que por placer, se preparó para ir al bar a ver pasar la gente. Hay poco que hacer en un pueblo después de trabajar, no hay novedades ni manera de conocer otras caras. A él no le interesaba hacer amistades, pero sí le gustaba mirar las caras de la gente. Se sentaba en una mesa pegada al ventanal, pedía un vaso de vino, y se pasaba horas mirando a las personas que subían y bajaban de los micros. Algunos eran vecinos que volvían de la ciudad, otros estaban de paso y bajaban para comer algo o ir al baño. Al “inglés” Recalde, le gustaba observar a los desconocidos. Estudiaba minuciosamente sus rasgos, su modo de vestir, de andar, los gestos y se imaginaba sus historias. A veces se detenía en un pelo rubio o en unos ojos azules como los suyos, como buscando rastros de su origen, pero era simple curiosidad, pasar el tiempo y nada más.
Llegó, buscó su mesa, pidió un vaso de vino que bebió despacio mientras se sucedía el desfile de todos los sábados. Se acababa de ir un micro lleno de estudiantes bochincheros que habían invadido el bar como una plaga, dejando a su paso papeles, latas vacías, humo de cigarrillos y otro humo de un olor raro como picante que no pudo descifrar. Nuevamente se hizo silencio.
La noche era oscura como puede serlo en un lugar de campo lejos del resplandor de las luces de la ciudad. A lo lejos, en el camino, se veían un par de focos, otro micro se acercaba...
Era el último de la noche, venía de Trenque Lauquen y llegaba hasta Buenos Aires y entraba en todos los pueblos de la ruta, por eso le decían “el lechero”.
La mujer venía mirando insistentemente por la ventanilla, tratando de adivinar el paisaje, en esa enorme oscuridad que amenaza tragarse todo cuando se hace de noche en campo abierto, los vehículos se enceguecen unos a otros con las luces y parecen devorados por ese inmenso agujero negro en que se convierte la ruta. Era inútil, a duras penas, de tanto en tanto, podía percibir que había agua a los costados del camino por el reflejo de la luna, pero después todo volvía a ser opaco y negro. Faltaba sin duda mucho viaje para llegar a su destino pero, ¿acaso importaba? Era igual, más tarde o más temprano iba a terminar encerrada entre las paredes grises del convento, de éste o de otro. Había perdido el coraje y las ganas de otra realidad, y sus fantasías habían quedado reducidas a un lugar para dormir y un plato de comida seguro. Las necesidades básicas, nada más, no aspiraba a nada más. Su ánimo había entrado en un estado de apatía, de indiferencia. No estaba deprimida, sólo ausente, fuera de sí, ajena y sin voluntad de integrarse a nada ni a nadie.
¿Desde cuando se sentía así? No lo podía precisar. No había tenido una existencia fácil ni cómoda. Se crió como pudo en el Hogar de los Niños de María. No sabía su nombre, no sabía si tenía uno, no sabía siquiera si alguien alguna vez, su madre, había pensando en ella con un nombre. Seguramente no lo había hecho, se había desprendido de ella como de un estorbo, como un yuyo que crece donde no debe y es arrancado de raíz. Eran solo conjeturas, ya que nadie, nunca, le había hablado ni explicado nada; suposiciones, nada más. Como todos los chicos que vivían en el Hogar, las historias se parecían, salvo detalles sin importancia. Su realidad era ésa, niños sin origen, sin raíces, sin afecto. Las monjas le decían María, como la Virgen vestida de celeste que la miraba pasar desde el altar de la capilla, algunas noches.
Así había crecido, por inercia, como por una obligación orgánica, como un animal al que se le da de comer y por lo tanto vive. No importaba, ahora no importaba. Del mismo modo había acatado la sugerencia, que era en realidad un velado mandato de las monjas. Ella debía devolver de alguna manera todo lo que había recibido, y esa manera era ingresar como religiosa en la congregación. Cuando ya fuera monja cumpliría como ellas la tarea de alimentar a otros chicos. Era lo menos que podía hacer por haber tenido a diario una ración de comida, aunque esa comida hubiese sido un plato de agua sucia donde se podía pescar, con suerte, algún trozo de carne de vez en cuando, pan, casi siempre duro, un vaso de leche aguada y la comida fuerte que consistía en una especie de engrudo de polenta y fideos. Muy de vez en cuando, las Damas de la Beneficencia acallaban sus conciencias y llevaban al Hogar algunas golosinas y alfajores, entonces las monjas se veían en la obligación de preparar una merienda más decente. Podría haberlas odiado, a unas y a otras. A las monjas porque pregonaban en nombre de Dios lo que no llevaban a la práctica y a las Damas porque usaban su pretendida beneficencia para matar el aburrimiento de sus vidas huecas.
Mientras repasaba mentalmente todos estos hechos que habían sido parte de su existencia vio que estaban llegando a un pueblo. —Basta— se dijo, y se volvió a repetir —en realidad ya no importa—.

El inglés miró las luces que se acercaban y pensó que era el último micro de la noche y se quedó esperando, sin saber muy bien qué...
La vio bajar del micro. Casi se perdía su figura en el fondo negro de afuera. Ella también vestía de negro como una muerte anunciada.
El hombre tenía todavía en su mano el vaso vacío, y se aferraba a él como si al soltarlo pudiera caer en un pozo infinito que lo tragaría para siempre. Nadie se daría cuenta si desaparecía de repente, o, por lo menos, notarían poco su ausencia ya que se había empeñado en mantenerse casi al margen de la vida del pueblo y su presencia se podía percibir como si fuera un eucalipto más de los que rodeaban la feria ganadera o como el canto de las ranas durante las noches de verano. Era parte del paisaje, estaba clavado en ese lugar de espacio y de tiempo pero, a la vez, no se destacaba por encima de los componentes de una geografía uniforme y constante dibujada por casas, campo, animales, gente de trabajo, lagunas y más campo.
La mujer entró en el bar pueblerino, iluminado apenas por unas lámparas viejas y opacas a causa del polvo acumulado y los residuos que dejaban en ellas los insectos de la noche.
Prefirió esa penumbra donde podía permanecer casi como si no estuviera, sentada en una mesa, y recogida su alma en un interior vacío de sentimientos, mientras esperaba casi con indiferencia la partida del ómnibus que la llevaría al final de su camino.
No prestó atención a la figura solitaria de la mesa vecina que parecía inmóvil a no ser por el leve movimiento de su respiración. Solamente unos minutos después cuando a pesar de ese letargo en el que se había sumergido tuvo la imperiosa necesidad de ir al baño, María recorrió con la mirada el lugar buscando a quién preguntarle dónde estaba, entonces lo vio.
Él, percibió el movimiento en la mesa cercana y casi sospechó la presencia de una silueta oscura acercándose. Levantó la mirada y se encontró con una cara joven pero gris, sin brillo, enmarcada en un cabello oscuro y unos ojos grandes muy abiertos pero con una expresión vacía, como de no percibir el exterior. Con una voz pequeña le preguntó por el baño y él con un gesto le indicó la puerta de madera despintada que se veía detrás del mostrador. Ella se alejó sin decir nada.
Al rato volvió a aparecer y salió en busca del micro que ya estaba por partir.
Antes de subir se dio vuelta y miró la ventana donde el hombre, seguía sosteniendo un vaso de vidrio vacío como quien sostiene la vida. El inglés sintió la mirada y levantó la cabeza, impulsado por algo que no supo definir, se puso de pie y fue hacia la puerta del local.
Allí se detuvo, mientras la mujer lo seguía mirando como clavada en el piso a escasos metros del vehículo, los ojos fijos en los ojos del inglés. Él siguió avanzando, al llegar a su lado se detuvo, siguió mirando esa cara que, poco a poco, se pintaba de rojo, el pelo rojo, los ojos rojos, la boca roja, las manos rojas que empuñaban el cuchillo que se hundió en su vientre sin piedad quitándole la respiración por un instante hasta instalarse en sus entrañas ese dolor agudo e insoportable que lo obligó a ponerse de rodillas hasta caer torpemente en el suelo convertido en una madeja desordenada de manos y pies. Mientras tanto, la cara gris, el pelo negro y los ojos grandes abiertos, pero como sin ver, volvían a ocupar su lugar.
La silueta subió al micro despacio, se sentó, y se concentró en observar el paisaje nocturno, negro, oscuro con algunos puntitos de luz que cada vez se hacían más pequeños a medida que se alejaba del pueblo y del “inglés”, ese hombre extraño que la había estado mirando desde que llegó, y se le acercó antes de partir para quedarse con la vista fija en su cara como buscando una respuesta y finalmente cayó de rodillas en el medio de la alfombra húmeda y roja de su propia sangre.
Ese rostro le recordaba otro rostro, unos ojos azules, un pelo desteñido por el sol y una sotana larga y negra que la envolvía algunas noches cuando todo dormía en el hogar, y esa figura se acercaba sigilosamente a los dormitorios, la llevaba a la sacristía y allí se arrojaba sobre ella una y otra vez, mientras con una mano tosca tapaba su boca, ahogando los gritos desesperados de una niña de rostro gris, pelo negro y ojos grandes, que ya, desde entonces, no querían ver nada.