viernes, 9 de enero de 2009

Piloto automático


Te repetí veinte veces, que sería poco decir, que no estaciones en ese lugar, el árbol que está en la vereda tiene las ramas muy bajas, y cuando abro la puerta del auto tengo que hacer malabarismos para no tropezarme con él, encima llovió y está todo embarrado, de pura casualidad no me caí arruinando el pantalón recién lavado y planchado. Pero vos, nada, como quien oye llover, valga la redundancia. Yo hablo y vos ponés piloto automático, cara de nada, la vista perdida en el infinito, por un rato, hasta que de repente preguntás, como casualmente, alguna pavada, de ésas que sacás, como quien saca un conejo, de tu galera de pensamientos brillantes y oportunos para salir de una conversación que no te interesa.
En fin, a otra cosa, me bajo del auto como con bronca, las gotas que cuelgan indecisas caen sobre mi cabeza agregando otra molestia más. Lluvia, humedad, todo mal, pienso.
Después me digo a mí misma, lo que es lo mismo que la nada porque me quejo de la falta de atención ajena y soy la primera en desoírme todo el tiempo, que mejor que cambie el humor porque así no voy a llegar a nada que no sea un dolor de cabeza o, en el mejor de los casos, de estómago. Dicho esto, que como anticipé cayó en saco roto, cruzo la calle y voy derecho hacia el laboratorio, dejo la muestra para el análisis y vuelvo al auto.
Vos seguís ahí impertérrito, impávido, inamovible, las manos sobre el volante y la vista perdida en el infinito y a mí ya me está empezando a doler la cabeza. La radio sigue escupiendo noticias, trascendidos, comentarios y declaraciones.
¿Estás escuchando algo en particular o lo mismo de siempre? —te digo—, y sin esperar la respuesta bajo el volumen. Total, para qué, si es igual, nada va a cambiar. Lo único que uno consigue es amargarse con tanta mala onda. Los asaltos, los secuestros, las boludeces que dicen los políticos, que parece que no se cansan de inventar nuevas excusas para su mala fe, su corrupción o en todo caso, y no sé qué es peor, su incapacidad para gobernar ni siquiera un banco de plaza.
Todo mal, este año todo mal, y no se termina nunca.
Busco algún programa con música, así por lo menos me distraigo un poco, porque a vos hoy no te distrae nada, me parece. Seguís ahí, con la vista fija en un punto, las llaves puestas y sin arrancar.
¿Qué estás esperando? —pregunto, y otra vez me quedo esperando algún sonido que pueda decirme que me estás escuchando—.
Es inútil, te perdiste otra vez en la maraña de tus pensamientos, en esa red espesa y tenebrosa imposible de penetrar. Como siempre, yo me quedo afuera. No insisto, ya sé de memoria que no habrá forma de sacarte del mutismo. Prendo un cigarrillo, me quedan dos, tendremos que parar en algún kiosco antes de llegar a casa. No hay peor cosa para mí que llegar a casa y no tener más puchos hasta el día siguiente.
No quiero interrumpir el recorrido de tus laberintos mentales y me pongo a mirar por la ventanilla contando las gotas que siguen cayendo del árbol que está al lado. Mejor esperar que termines con lo que estás pensando y no que te pongas a manejar en ese estado de ausencia y terminemos tragándonos al primero que se nos cruce.
Bueno ¿ya está? Podemos irnos, ya volví, estoy acá, ¡iujuuuu!! Después vas a protestar porque cenaremos tarde, pero si no nos vamos no hay manera de que haga la cena temprano.
Esa manía de cenar temprano. ¿Para qué? Si total después te vas a poner a mirar la tele, o a leer, y vas a dar vueltas hasta las doce o la una, y recién entonces te vas a acostar para levantarte a los quince minutos, y vas a ir a la cocina a tomar leche caliente, y te vas a fumar el milésimo cigarrillo del día o el primero del día siguiente en realidad, y después te vas a acostar otra vez desarmando toda la cama y haciendo viento con las sábanas y yo que recién logro dormirme me voy a despertar de nuevo muerta de frío, y así todas las noches.

Después, llega la mañana y no dormiste casi nada, apenas dos o tres horas, y dejás que el despertador suene, una y otra vez, y yo quiero arrojarlo sobre tu cabeza o ahogarlo en la bañadera. Cuando se termina esta especie de maratón nocturna, estoy agotada, exhausta, no doy más y me acomodo en la cama mientras escucho el portón del garaje que se cierra y el motor del auto que se aleja y me digo, ahora sí, ahora voy a dormir yo.
Y duermo una hora, hasta las ocho y después media hora más hasta las ocho y media y otra media hora; entonces me levanto, me agarro con fuerza del mate y me quedo un rato largo mirando fijo por la ventana, sin ver casi las plantas del jardín, los brotes nuevos de la primavera, los zorzales juntando musgo para sus nidos, la gata que inspecciona rincón por rincón, como todos los días, asegurándose de que todo está en el mismo lugar que ayer… me perdí… Ah, sí, decía que me quedo mirando fijo, igual que vos ahora que, mientras yo puse piloto automático y divagué un rato por nuestra rutina diaria, seguís absorto con el mismo gesto, la mano sobre el volante, sin decidirte a arrancar.

Esta vez se te fue la mano, ya hace como veinte minutos que estamos acá estacionados y la calle está oscura y cada vez pasa menos gente, también con este día horrible quién tiene ganas de salir, y el que tiene ganas de salir no puede porque no tiene ni para el colectivo, y mejor quedarse en casa porque estar afuera es cada vez más peligroso.
Prendo otro cigarrillo, abro un poco la ventanilla pero con esta humedad el humo quedará igual impregnado en el tapizado y después uno sube al auto y parece que estuviera entrando en un tugurio maloliente, porque el olor se concentra y después de varios días se vuelve ácido y penetrante y ya te dije que hay que aprovechar los días frescos y con sol para dejar las ventanillas abiertas para que se ventile. ¿Tendremos así los pulmones, como tugurios malolientes? Habría que dejar de fumar, digo habría como si hablara de otra persona, de otras personas. No digo tendría que dejar de fumar, digo habría porque así suena ajeno, no es para mí. Tengo, debo dejar de fumar. El pucho te arruina todo, la piel, las arterias, los pulmones, todo. Pero no puedo, no quiero, no tengo ganas. Vos también tendrías que dejar de fumar, porque fumás mucho más que yo y con tus antecedentes, es como jugarse la vida.
Qué raro que no encendiste ninguno todavía, estarás tan metido en tus divagues que ni cuenta te diste, porque generalmente nos contagiamos, yo prendo un pucho y vos otro, y viceversa.
Las gotas del árbol caen cada vez más espaciadas y por momentos salpican el parabrisas porque se levantó viento y las hojas se sacuden. Me parece que es viento del sudoeste entonces mañana va a hacer frío y el cielo se va a poner azul como me gusta y el viento pampero barrerá todas las nubes gordas y negras que cruzaban el techo de la ciudad esta tarde.

Me cansé de tu piloto automático, me doy vuelta y te miro, —bueno ¿vamos, o no vamos?
Podés seguir pensando en casa mientras yo hago la cena, digo con fastidio, porque ya sé que te vas a ir al living a enfrascarte en los programas de deporte, esos que yo detesto pero que a vos te fascinan.
¿Me estás escuchando? —insisto—, esta vez se te fue la mano, ¿te estás haciendo el sordo o qué? Tiro el cigarrillo por la ventanilla y me quedo mirándote fijo con ganas de gritar, pero me aguanto, te toco el hombro y nada.
Flor de encerrona te agarraste hoy —pienso—, y te toco la cara despacio.
Se cae, tu cara se cae, tu cabeza se cae sobre el volante y la mano también cae sobre la bocina que comienza a sonar rompiendo el silencio de la calle quieta. De tu boca entreabierta cuelga un hilo finito de saliva que moja tu pantalón. Y me quedo mirándote como una idiota, sin poder reaccionar, y lo único que me sale es pensar que te vas a perder el partido de fútbol que transmiten en directo esta noche por la tele.
En la radio está sonando ese tema que te gustaba tanto, el de la película “El guardaespaldas”, ¿te acordás?