viernes, 9 de enero de 2009

Una figura


El espíritu de la noche tembló solo un instante. Después, un después que pareció un siglo, todo volvió a su lugar.
Ocultar el rostro del aire frío era lo mejor, pensó, y también era una manera de ocultar el alma.
Los árboles taciturnos de ese invierno dibujaban arabescos en la vereda mientras la figura de la memoria seguía su camino en soledad o por lo menos eso parecía.
Cada cuadra se presentaba a sí misma con un traje distinto. Un muro inhóspito, una pared blanca, un rosal saliendo a la vereda sin conocimiento del jardín. Era una forma de no adentrarse más en uno mismo y le gustó momentáneamente la sensación de tener la mente en blanco, distrayendo así a la figura que venía tras sus pasos.
Oscureció aún más, si es que esto era posible, un nubarrón se presentó y la luna que apenas brillaba tuvo que ocultarse.
Se estaba haciendo tarde. Tarde, ¿para qué?
Nadie la esperaba. Por el momento, y esto parecía no tener fin, nadie la esperaba.
Acababa de sepultar la última canción, la última risa, el último deseo.
El murió, acaso había muerto hacía tiempo, sin embargo la cronología decía que había muerto ayer.
Una ráfaga vino a corroborar el invierno. Nadie, la casa vacía, el espejo, el jazmín y nada más.
Volver a comenzar el rito, la mañana, la luz, esa luz que mostraría todos los rincones deshabitados de su presencia. Miró hacia atrás, que era todo lo que podía hacer y vio que la figura todavía la seguía. En otro tiempo hubiera sentido miedo, pero no esa noche.
Lo peor ya había sido, su mano aferrando la de él no había sido suficiente, ella se lo había llevado de todos modos.
Ahora volvía a la nada, la nada de un día de no poder trabajar, ni hablar, ni escuchar a nadie; sólo ese dolor. Una espada, un puñal metido hasta lo hondo de su costado. Desde ayer ese tormento no la dejaba respirar.
Las hojas crujieron a su espalda, la calle desierta y ellas dos.
La figura parecía estar casi pegada a su vida de este día; le soplaba un aliento de nieve en la nuca pero ella la ignoraba.
Faltaba otra cuadra más que ya se estaba presentando perfumada, sombría, luego la cama solitaria y su perfume en la almohada.
El puñal se esmeraba en su tarea hasta hacerla perfecta, eficaz, no podía respirar, no podía caminar, no llegaría a la casa vacía. La figura abrazó su espalda y detuvo su marcha; en la otra cuadra salía el sol, pero no podía ser, era de noche. Una mano tomó la suya y comenzó a caminar de nuevo, cesó el frío, cesó la noche y un sol como de hacía tiempo, como de antes, de mucho antes, la entibió otra vez.
La mañana la encontró como un pájaro helado, sobre la vereda, inmóvil para siempre, sonriente, apretando un jazmín entre sus manos, un solitario jazmín, y nadie supo explicarse, ya que era invierno.