domingo, 29 de marzo de 2009

Teresa y los espejos


La casa estaba poblada de espejos. Los había de todos los tamaños y formas imaginables y estaban dispuestos de manera arbitraria en las paredes, puertas, sobre los muebles, en los rincones y aún dentro de la cocina. Nadie se ocupaba de limpiarlos, de modo que habían adquirido el velo inequívoco que otorga el tiempo a los objetos que se empeñan en desafiar su paso. Algunos habían perdido, además, parte del plateado transformándose en verdaderos laberintos de manchas y apenas reflejaban la luz escasa que entraba por las ventanas.
Teresa no los miraba nunca, a pesar de que no podía ignorar su existencia, y pasaba rápidamente a su lado, como temiendo quedar sujeta en alguna de las imágenes de su rostro, que la observaban desde cada uno de ellos. Ese día, como todos los días, deambulaba por la casa recorriendo los pasillos, arrastrando las viejas chinelas y el ajado vestido de tela hindú, resabio de sus épocas juveniles, que casi colgaba de su cuerpo rozándole los tobillos. Cuando pasaba por la sala se quedó un momento mirando el suntuoso piano de cola, ahora oculto bajo un manto de polvo, cubierto de pequeños ramilletes, que dibujaban un encaje desparejo sobre su superficie y no eran otra cosa, que las innumerables huellas que habían dejado sobre él las patas de la vieja gata siamesa, que dormía indiferente su eterna siesta en una butaca destartalada. Se dirigió a la cocina con la decisión de quien cumple con un ritual ineludible. El ambiente tenía el mismo olor acre que el resto del caserón; esa mezcla de humo de cigarrillo, café recalentado, muebles viejos y falta de ventilación se había impregnado también en la ropa y hasta en la piel de la mujer.
Buscó un fósforo y con trabajoso ademán encendió una hornalla; puso a calentar la cafetera tiznada que comenzó a chirriar con el calor, mientras el café volvía a hervir por enésima vez. Se sirvió una taza, encendió un cigarrillo y se dirigió al estudio. Allí estaban sus telas, sus pinceles, sus pinturas y un sillón de gran respaldo que alguna vez había sido verde, o tal vez azul, sí era azul y tenía tachones dorados y grandes borlas y un suave y mullido almohadón de plumas de ganso que su padre había encargado junto con el sillón.
Un mechón de pelo se había soltado del maltrecho peinado con que había pretendido ordenar su pelo esa mañana. No había forma, sus manos temblaban y las horquillas se clavaban en el cuero cabelludo lastimándolo, pero la mata áspera y desteñida en que se había convertido su cabeza no quería responder a las exigencias de ningún peine. Tampoco le importaba demasiado, era un gesto mecánico aprendido hacía mucho tiempo cuando su madre insistía en cepillar su cabello dorado todas las noches. Ahora terminaría el cuadro, se lo había propuesto firmemente. También se lo había propuesto firmemente el día anterior y el otro y la semana pasada y...
Hoy lo terminaría, estaba decidido. Teresa tomó uno de los pinceles y un trapo endurecido por la pintura reseca e intentó limpiarlo. El pincel también estaba endurecido y sus cerdas se habían doblado tomando una posición curva y obstinada. Buscó el solvente, la lata estaba destapada, la sacudió en vano, no había ni una gota. Después buscó los pomos de color que estaban desparramados sobre una mesa, retorcidos, como pequeñas serpientes sin vida. Los apretó uno por uno y tuvo que admitir que la pintura se había secado. Tal vez mañana, si decidía salir, compraría solvente y quizás también algún pincel nuevo y dos o tres pomos de color. Sí era mejor dejarlo para mañana, se dijo, olvidando que el día anterior había pensado lo mismo. Salió de la habitación y cerró la pesada puerta que se quejó lastimeramente, espantando al gato negro que se refugió detrás de la cortina del pasillo presintiendo alguna posible catástrofe.
Encendió otro cigarrillo que quedó colgando de su boca balanceándose peligrosamente al ritmo de su caminata. Entonces recordó que los espejos la miraban, en el pasillo era peor porque los tenía más cerca, era necesario apurarse y llegar al dormitorio, allí estaría a salvo, pensó.
Apuró el paso tropezando con un trozo de alfombra persa apolillada que asomaba de una de las habitaciones. Casi corrió, como pudo, sorteando todas las puertas que permanecían cerradas, porque uno nunca sabía cuándo se podían abrir repentinamente. Llegó a su cuarto y sintiéndose a salvo cerró la puerta y se sentó en el borde de la cama, agitada, a recuperar el aliento. En ese momento una idea la sobresaltó, detrás de la puerta había otro espejo más, tendría que dejarla abierta para no verse reflejada en él. Se levantó y rápidamente abrió con los ojos cerrados una de las hojas. Regresó a sentarse y buscó debajo de la almohada un álbum de tapas de cuero con letras que habían sido doradas en su tiempo, y despacio comenzó a dar vuelta las hojas. Una tras otra fueron apareciendo las viejas fotos amarillentas que construían su historia pasada. Su padre y su madre cuando se casaron. Sus hermanos jugando en el jardín junto a la fuente. Una cena familiar. Su fiesta de 15. El jardín iluminado en una Navidad. Unas vacaciones en el mar. Su primera exposición de pintura...
Cerró el álbum violentamente y lo volvió a poner debajo de la almohada. Se quedó inmóvil durante varios minutos, el último cigarrillo que había encendido se consumía dejando caer las cenizas sobre la falda arrugada, que también ostentaba varios orificios producidos por las brasas que solían caer sobre ella.
Repentinamente se levantó, era la hora de la próxima recorrida. Ahora debía ir hasta el comedor, se dijo, ése era el tramo más peligroso porque los espejos se enfrentaban unos con otros, multiplicándose hacia el infinito y era muy difícil eludir sus imágenes engañosas que podían confundirla para siempre.
Ella sabía muy bien lo que ellos pretendían y no iba a permitirlo de ninguna manera. Así estaba bien, así estaba bien..., se decía mientras comenzaba a apurar el paso arrastrando la suela casi inexistente de las chinelas, hasta llegar a la puerta. Esperó unos segundos allí y salió al corredor, no sin antes cerrar rápidamente la hoja que había quedado abierta. Ya con los que había afuera (los espejos, claro, no quería nombrarlos) era suficiente, no era necesario que se escaparan los de su dormitorio.
Se encaminó hacia la amplia habitación que había sido el comedor de la familia, pasando primero por la cocina donde la cafetera humeaba consumiendo la última gota de café que había quedado en ella. Tomó la taza que se le pegaba entre los dedos, volcó en ella el contenido de la cafetera y siguió su camino. Se detuvo antes de entrar, calculó los pasos que había hasta la amplia puerta ventana que daba al parque, tomó impulso y dando pasos cortos pero rápidos llegó sin mirar hasta el otro extremo, abrió la puerta y salió. Ahora estaba a salvo, miró a su alrededor, tendría que ocuparse un poco las plantas, pensó, y comenzó a acomodar de menor a mayor un sinnúmero de latas grandes y pequeñas oxidadas, abolladas, con restos de barro en su interior, que cubrían la terraza que separaba la casa del jardín. Sus manos iban y venían con movimientos ágiles y precisos, escarbando, apisonando, quitando hojas, cortando flores, regando y abonando imaginariamente los inútiles recipientes de su locura.
Ya no había plantas, ni flores, ni siquiera césped. El maravilloso jardín de otros tiempos, que despertaba la admiración de todos los que visitaban la casa, se había transformado en un páramo desierto en algunos sectores, y en otros una verdadera selva iba cubriendo los pocos vestigios restantes de una época dorada y señorial.
Se estaba haciendo de noche y ella seguía con expresión embelesada moviéndose entre esos viejos testigos como un duende tragicómico y patético.
Agotada por su febril actividad, decidió volver a entrar, ya más tranquila, porque de noche y en la oscuridad (nunca encendía las luces) los espejos no podrían verla. Se sentó junto al ventanal y se quedó mirando el cielo estrellado escuchando la suave música que de algún lugar de su memoria surgía a esa hora llevándola otra vez a los años de su juventud, cuando esos ambientes ahora lóbregos y saturados de olor a humedad, se transformaban en salones luminosos donde se lucía toda la sociedad de la época, en veladas inolvidables de raso y terciopelo, de jóvenes elegantes y muchachas espléndidas que bailaban al compás de la magnífica orquesta los ritmos que imponía la moda. Durante esas noches de vigilia también se remontaba a los viajes, a países remotos y exóticos que tanto la habían fascinado. Grecia, Egipto, Japón, India, a su padre le gustaba viajar y la llevaba con él siempre que podía. Ella volvía de esos recorridos llenos de misterio con la mente cargada de colores y paisajes que después plasmaba en sus pinturas.
Así estaba bien, así estaba bien, repitió para sí misma como una letanía...
Siguió viajando al interior de sus recuerdos hasta el alba, en ese momento la claridad que comenzaba a insinuarse en el horizonte le mostró brevemente la realidad que la rodeaba. No existía el jardín, el gran ventanal era apenas un esqueleto desprovisto de cristales, los muebles del comedor habían desaparecido en su gran mayoría, solo quedaba el sillón desvencijado, un viejo aparador y los espejos que cubrían las paredes. Las cortinas eran apenas unos trozos de tela deshilachada y amarillenta y el viejo piso de madera carcomido por la polilla ya no ostentaba el magnífico lustre de otras épocas. Se miró las manos y descubrió en ellas las huellas de la vida, recién entonces se dio cuenta de las uñas toscas y sucias, la piel reseca y arrugada, las viejas chinelas y el arrugado vestido de sus días de bohemia. Varias colillas de cigarrillo habían quedado junto a sus pies como pruebas del insomnio. Cerró un momento los ojos, respiró profundamente y volvió a buscar con la vista las estrellas que ya comenzaban a desaparecer.
La mañana la encontró así, mirando sin ver el cielo, mientras a sus espaldas su figura se repetía y multiplicaba una y otra y otra vez, infinitamente, hasta perderse en lo más profundo de los espejos del salón sin que ella pudiera hacer nada para evitarlo.